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Cuando, a lo largo de todos estos años, he predicado al clero por toda la geografía de España, he solido decir a los sacerdotes, que hay tres clases de curas: los que no hacen mal a nadie, pero tampoco hacen demasiado bien, porque se han convertido en burócratas de la religión; los revoltosos que se mueven incesantemente, alborotando mucho, haciendo ruido; y los verdaderamente celosos que, llenos de santo entusiasmo, no se detienen ante ningún sacrificio, con tal de acercar las almas a Dios.

A los que pertenecen a los dos primeros corros, ordinariamente nadie les ataca; solo los del tercer grupo –precisamente por su afán de servir a la Iglesia– se ven expuestos a críticas y murmuraciones. Ante su abnegada labor, no faltan incluso alianzas diabólicas que –aunque tuvieran un motivo justo, y no lo suelen tener– van más allá del sentido de la justicia y caen en algo que parece una inexplicable sed de venganza: se ven públicamente, cogidos del brazo, eclesiásticos y personajes del mundo, bien conocidos por sus continuos ataques a la Fe Católica.

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