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No os faltarán dificultades, porque siempre el que ha pretendido hacer algo bueno ha encontrado obstáculos y, tratándose de un servicio a la Iglesia, me atrevería a decir que esos obstáculos son de ordinaria administración.

Sorprende a veces que los pongan precisamente algunos que se consideran o se proclaman católicos, pero –examinadas de cerca las cosas– la contradicción de los buenos con frecuencia se ve que no es tan de los buenos, porque suelen ser los mismos que, quizá más veladamente, atacan a otros miembros de la Iglesia o a los que la gobiernan.

La táctica que suelen seguir es doble: de una parte, procuran esconder o desconocer el servicio que hacen aquellos a quienes ponen sus zancadillas, para que no parezca que es a la Iglesia a la que atacan; y de otra parte, enmascaran ese innoble proceder con disfraces pseudoapostólicos, bajo capa de unir con ellos tras la misma bandera a los que, por odio a la Iglesia, están dispuestos a hacerles coro, para destruir las criaturas que –en el seno de la Iglesia– Dios mismo según los tiempos promueve, para su gloria y su servicio.

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