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Si son superficiales y están acostumbrados a desvirtuar, con ligereza y desconsideración, el legítimo sentido que, en determinadas vocaciones específicas, pueden tener elementos respetables, pero no esenciales para la verdadera búsqueda de la perfección cristiana –colores y formas de hábito, ceremonias largas y solemnes, cordones, correas, crucifijos en bandolera o sobre el pecho, medallas a la vista, etc.: signos en los que con alguna frecuencia se manifiesta un cierto clasismo, lamentado en más de una ocasión por la Iglesia–, dándoles importancia capital, esas personas, digo, se sentirán movidas a dudar de la presencia de un verdadero camino de santidad, si notan la falta absoluta de alguno de esos tradicionales elementos.

Y en nuestro caso, hijos míos, faltan todos; ni siquiera hay, ni debe haber, una sigla para el nombre de la Obra, sencillamente porque nada tenemos que ver con el estado religioso: somos ciudadanos corrientes, iguales a los demás ciudadanos.

Si ignoran lo que significa la dedicación completa a una labor profesional seria, a la ciencia profana, estarán muy lejos de poder valorar el alcance y la envergadura del trabajo apostólico que Dios pide a los socios de la Obra y el modo que tienen de realizarlo.

Si están habituados a servirse de la Iglesia para sus fines de vanidad personal, a mandar sin freno, a atropellar, a querer mangonear en todo, por principio serán enemigos de cualquier labor, en la que se les limite justamente sus deseos de dominar, porque considerarán que se atenta a su autoridad y quizá también a sus intereses económicos.

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