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No es ésa, sin embargo, la razón fundamental de la santa intransigencia. Lo que pertenece al depósito de la Revelación, lo que −fiándonos de Dios, que ni se engaña ni nos engaña− conocemos como verdad católica, no puede ser objeto de compromiso, sencillamente porque es la verdad, y la verdad no tiene términos medios.

¿Habéis pensado alguna vez en lo que resultaría si, a fuerza de querer transigir, se hicieran −en nuestra santa fe católica− todos los cambios que los hombres pidieran? Quizá se llegaría a algo en lo que todos estuvieran de acuerdo, a una especie de religión caracterizada sólo por una vaga inclinación del corazón, por un sentimentalismo estéril, que ciertamente −con un poco de buena voluntad− puede encontrarse en cualquier aspiración a lo sobrenatural; pero esa doctrina ya no sería la doctrina de Cristo, no sería un tesoro de verdades divinas, sino algo humano, que ni salva ni redime; una sal, que se habría vuelto insípida.

A esa catástrofe llevaría la locura de ceder en los principios, el ansia de disminuir diferencias doctrinales, las concesiones en lo que pertenece al depósito intangible, que Jesús entregó a su Iglesia. La verdad es una sola, hijos míos, y aunque en cosas humanas sea difícil saber de qué parte está lo cierto, en las cosas de fe no sucede así.

Por la gracia de Dios, que nos hizo nacer a su Iglesia por el bautismo, sabemos que no hay más que una religión verdadera, y en ese punto no cedemos, ahí somos intransigentes, santamente intransigentes. ¿Habrá alguien con sentido común −suelo deciros− que ceda en algo tan sencillo como la suma de dos más dos? ¿Podrá conceder que dos y dos sean tres y medio? La transigencia −en la doctrina de fe− es señal cierta de no tener la verdad, o de no saber que se posee.

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