12

Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Esa es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata sólo de admitir, como un mal menor o inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error.

Se trata también de ceder, de transigir en todo lo nuestro, en lo opinable, en aquello que −no tocando lo esencial− podría ser motivo de discrepancia. Se trata, en fin, de limar asperezas, donde pueden limarse, para crear una plataforma de entendimiento, que facilite la luz a los equivocados.

Hay bastantes que claman por la transigencia, que desearían ceder en la moral de Cristo o que no tendrían dificultad en desvirtuar el dogma; pero que no toleran que les toquen su dinero, su comodidad, su capricho, su honor, sus opiniones. Quizá no tengan inconveniente en que se atente contra los derechos de la Iglesia, pero saltarán como víboras si alguien pretende intervenir en lo que consideran derechos personales, aunque muchas veces no son derechos sino arbitrio, embrollo, cosas poco claras.

Otros hacen al revés: convierten su vida en una perpetua cruzada, en una constante defensa de la fe, pero a veces se obcecan, olvidando que la caridad y la prudencia deberían regir esos buenos deseos, y se hacen fanáticos. A pesar de su recta intención, el gran servicio que quieren prestar a la verdad se desnaturaliza, y acaban haciendo más mal que bien, defendiendo quizá su opinión, su amor propio, su cerrazón de ideas.

Como el hidalgo de la Mancha, ven gigantes donde no hay más que molinos de viento; se convierten en personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír.

En cierta ocasión me contaba un periodista sus intentos de encontrar la tumba de César Borgia, el famoso condottiero odiado por unos y ensalzado por otros. El periodista fue a Viana −en Navarra−, porque había oído que había sido enterrado ante la puerta de la iglesia. Expuso sus deseos, y alguien le dijo: no se moleste en buscar; a ése… lo desenterré yo, y aventé sus cenizas en una era.

Hay, por fin, otras personas que no atacan la fe, pero que tampoco la defienden. Se han metido en un escepticismo cómodo y egoísta, que bajo capa de respetar la opinión ajena se refugia en la indecisión y en la irresponsabilidad. Su actitud queda bien reflejada en aquellos versos, que alguno escribió en broma; si los escribió en serio, debemos concluir que había entendido el Evangelio tan mal como la preceptiva literaria: en este mundo enemigo / no hay nadie de quien fiar. / Cada cual cuide de sigo, / yo de migo, tú de tigo, / y procúrese salvar*.

Notas
*

Fulgencio Afán de Ribera, La virtud al uso y mística á la moda, destierro de la hipocresía en frase de eshortacion á ella, embolismo moral (1729), Madrid, Ibarra, 1820, pp. 56-57 (N. del E.).

Este punto en otro idioma