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Hemos de ser, pues, anticlericales, con un anticlericalismo que nos hace amar más la Iglesia, y que es bueno, porque hay otros anticlericalismos que son malos.

Uno, lo es de modo violento, suadente diabolo y, por odio a Dios, lleva a arrasar entre torturas crudelísimas todo lo que haga referencia a la religión, al sacerdocio; hay otro tipo de anticlericalismo, también malo, que –quizá sin llegar a la violencia– ignora o desprecia las cosas de Dios; un tercero, que nace de ver a clérigos y a laicos servirse de la Iglesia, para lograr bienes puramente temporales.

Y finalmente el nuestro, que estoy seguro de que agrada al Señor, porque nos lleva a desear, para la Iglesia y para sus ministros, una libertad santa de ataduras temporales; porque nos hace aborrecer connaturalmente todo tipo de abusos, de mezquindades que usen la Cruz de Cristo en beneficio personal, o conviertan la vocación divina, que el Señor da para servir, en una máquina tragaperras que solo busca la comodidad o el propio provecho.

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