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El clericalismo se acompaña ordinariamente de un desprecio por la ley –que parece solo existir para el prójimo–, porque la ley impone un servicio que no se está dispuesto a cumplir. No tiene el espíritu de Jesucristo, es clerical –en el mal sentido de esta palabra– quien abuse de su autoridad, para que los demás le sirvan, quien maneje las almas de un modo tiránico, como si fueran su rebaño de cabras y, cogiéndolas por los cuernos, dijera: estas son mías, atropellando así la santa libertad de las conciencias.

El que así obrara carecería de aquella humildad que da sentido a todo quehacer apostólico y, en lugar de cooperar con su vida en la extensión del reino de Cristo, causaría un perjuicio a la unidad de la Iglesia y a la labor pastoral.

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