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Seguiremos este modo de proceder, aunque lleve consigo sacrificios económicos no pequeños: en estados católicos, por ejemplo, los institutos, los colegios, etc., dirigidos por la Iglesia o llevados por religiosos, suelen gozar de no pocas ventajas, entre las que se encuentran la exención total o parcial de impuestos, o determinadas ayudas financieras. Siempre que lo podamos hacer, renunciaremos de buen grado a esos privilegios –que, por otra parte, no a todos gustan–, con tal de no perder nuestra manera laical de trabajar y de servir a la Iglesia.

Ese criterio, sin embargo, tendrá también su contrapartida, porque si esas obras fueran oficialmente católicas, algunos fieles –así están las cosas objetivamente– y sobre todo muchos no católicos dejarían de colaborar en ellas, e incluso los hijos míos que las dirigieran se verían molestados por muchos que les pedirían un dinero que no tienen, porque tampoco faltan los que, con una mentalidad deformada, acuden a los apostolados católicos para medrar, como las moscas a la miel.

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