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Tened presente que, cualesquiera que sean las circunstancias del país, siempre podremos practicar esta afectuosa caridad: pauperes enim semper habetis vobiscum33; siempre habrá pobres, siempre habrá alguien más necesitado –aunque se logre que la mayoría del pueblo tenga un mínimo de bienestar material–, que reciba con alegría un pequeño obsequio extraordinario, algo que ordinariamente no puede permitirse, y que es, de modo especial, como el vehículo por el que le llega un poco de delicadeza y de fraterna compañía.

Me atrevo a decir que, cuando las circunstancias sociales parecen haber despejado de un ambiente la miseria, la pobreza o el dolor, precisamente entonces se hace más urgente esta agudeza de la caridad cristiana, que sabe adivinar dónde hay necesidad de consuelo, en medio del aparente bienestar general.

La generalización de los remedios sociales contra las plagas del sufrimiento o de la indigencia –que hacen posible hoy alcanzar resultados humanitarios, que en otros tiempos ni se soñaban–, no podrá suplantar nunca, porque esos remedios sociales están en otro plano, la ternura eficaz –humana y sobrenatural– de este contacto inmediato, personal, con el prójimo: con aquel pobre de un barrio cercano, con aquel otro enfermo que vive su dolor en un hospital inmenso; o con aquella otra persona –rica, quizá– que necesita un rato de afectuosa conversación, una amistad cristiana para su soledad, un amparo espiritual que remedie sus dudas y sus escepticismos.

Quizá en ambientes donde predomine un sentido materialista, esto no se entienda; por eso os decía antes que –entenderlo– requiere un mínimo de vida interior, de visión cristiana, de amor a Dios y al prójimo.

Notas
33

Jn 12,8.

Referencias a la Sagrada Escritura
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