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El miedo, a los que dirigen nuestra alma, es la tentación más diabólica. El miedo y la vergüenza, que no dejan ser sinceros, son los enemigos más grandes de la perseverancia. Somos de barro; pero, si hablamos, el barro adquiere la fortaleza del bronce. Tened bien cogidas estas ideas, llevadlas a la práctica y habremos asegurado la tranquilidad en el servicio de Dios, porque será muy difícil ofuscarnos.

Hijos míos, hemos venido a la Obra a ser santos en medio del mundo; para lograr esto, hemos de poner todos los medios. Cuando un enfermo va a una clínica, para lograr la salud, si le piden que se quite la ropa, porque tienen que hacerle un reconocimiento, y dice que no; si le preguntan qué síntomas tiene, y no lo quiere decir… A esa persona, a donde hay que llevarla no es a una clínica, sino al manicomio.

Debemos facilitar, a quienes tengan la misión de formarnos, el conocimiento de todas nuestras circunstancias personales, no podemos tener miedo de que sepan cómo somos. Al contrario: nos ha de dar alegría hacer que nuestra alma sea transparente. Sólo de ese modo, con esa sinceridad con Dios, con vosotros mismos y con los que os forman, lograremos −en la medida de lo posible y con la ayuda de Dios− la perfección cristiana, la perfección humana, la perseverancia en el bien.

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