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Como primer fruto espiritual de la labor que se hace con los chicos, se consigue que tengan, generalmente ya desde el comienzo, una conveniente frecuencia de sacramentos. Y con el buen aprovechamiento de los medios de la obra de San Rafael, reciben una sólida formación doctrinal, aprenden a ser almas de oración, a vivir en presencia de Dios en medio de los quehaceres ordinarios de cada día, a dar sentido cristiano a su trabajo –intelectual o manual– y a tener espíritu de sacrificio.

En una palabra, se les enseña a llevar una vida de piedad recia y honda, a amar de modo singular a la Trinidad Beatísima, a la Santísima Virgen, a la Santa Iglesia, al Papa, a la Obra; y a manifestar –con su conducta– que buscan una unidad de vida, luchando para que sus obras se acomoden a su fe, sirviéndose de su trabajo como medio y ocasión de apostolado.

Cuando veamos en los jóvenes un falso espíritu de suficiencia y el afán de no respetar a los padres y maestros –los viejos, dicen–, comprenderemos y amaremos más esta tarea de San Rafael, considerando las palabras de San Juan Crisóstomo: a la infancia y a la niñez sucede la juventud, mar donde soplan los vientos impetuosos, como en el Egeo, al ir acreciéndose la concupiscencia.

Es la edad en la que cabe menos la corrección, no solo porque las pasiones son más violentas, sino porque los pecados se reprenden menos, pues han desaparecido maestros y pedagogos. Cuando los vientos son más impetuosos y el piloto es más flaco y no hay nadie que ayude, considerad cuán grande ha de ser el naufragio3.

Notas
3

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae 81, 5 (PG 58, col. 737).

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