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Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro, ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por eso, es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios, gracia de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma −a sus obras, a sus méritos, a su excelencia− la grandeza espiritual que le ha sido dada.

¡Humildes, humildes! Porque sabemos que en parte estamos hechos de barro, y conocemos un poquito de nuestra soberbia y de nuestras miserias… y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe y a nuestra esperanza y a nuestro amor!

Esta humildad la alcanzan de dos modos los que tienen afán de ser santos. Uno tiene lugar cuando el que lucha por ejercitarse en la piedad se halla en plena experiencia espiritual y, a causa de la flaqueza del cuerpo, o por obra de los que quieren mal a quienes practican la virtud, o por los malos pensamientos que le asaltan, siente de sí mismo con más modestia y sumisión. El otro modo, en cambio, se da cuando la inteligencia es ilustrada por la gracia santa con profundidad y plenitud: entonces el alma tiene como una humildad natural. Hecha más plena y como más rica por la gracia divina, no puede ya alzarse con la hinchazón del deseo de gloria, aunque cumpla siempre acabadamente los mandatos de Dios, sino que más bien se comporta como inferior a todos, con un trato lleno de sumisión y de divina modestia12.

Notas
12

Diadoco de Fótice, Capita centum de perfectione spirituali, c. 95 (PG 65, cols. 1207-1208).

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