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Sed sincerísimos: no os concedáis nada sin decirlo, hay que decirlo todo. Mirad que, si no, el camino se enreda; mirad que, si no, lo que era nada acaba siendo mucho. Acordaos del cuento del gitano, que fue a confesar: Padre cura, yo me acuso de haber robado un ronzal… Y detrás había una mula; y detrás, otro ronzal; y otra mula, y así hasta veinte. Hijos míos, que lo mismo pasa con otras muchas cosas: en cuanto se concede el ronzal, viene después todo lo demás, toda la reata, vienen después cosas que avergüenzan.

De pequeño había dos cosas que me molestaban mucho: besar a las señoras amigas de mi madre, que venían de visita, y ponerme trajes nuevos. Me metía debajo de la cama. Luego, mi madre con cariño me decía: Josemaría, vergüenza sólo para pecar. Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas palabras una razón muy profunda. El diablo nos quita la vergüenza para hacer que nos equivoquemos, y luego nos la devuelve para que no contemos nuestros errores. Quizá los mismos errores, de los que otros alardean −exagerándolos− alrededor de una mesa de café.

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