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Dile a tu Ángel Custodio −yo se lo digo al mío− que no quiera mirar nuestros errores, porque estamos dolidos, contritos. Que lleve al Señor esta buena voluntad que nace, en nuestro corazón, como un lirio que ha florecido en el estercolero.

No admitáis el desaliento, por vuestras miserias personales o por las mías, por nuestras derrotas. Abrid el corazón, sed sencillos: continuemos andando el camino, con más cariño, con la fuerza que nos da Dios, porque Él es nuestra fortaleza58.

Si nos amamos a nosotros mismos de un modo desordenado, motivo hay para estar tristes: ¡cuánto fracaso, cuánta pequeñez! La posesión de esa miseria nuestra ha de causar tristeza, desaliento. Pero si amamos a Dios sobre todas las cosas, y a los demás y a nosotros mismos en Dios y por Dios, ¡cuánto motivo de gozo! Es propio de la humildad que el hombre, considerando sus propios defectos, no se engría. Pero no pertenece a la humildad, sino más bien a la ingratitud, el desprecio de los bienes que de Dios ha recibido. Y de ese desprecio proviene la pereza y la flojedad59, el disgusto por las cosas espirituales, la tibieza, que es el sepulcro de la vida interior.

Si sentís decaimiento, al experimentar −quizá de un modo particularmente vivo− la propia miseria, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡yo no pedía tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien soy.

Notas
58

Cfr. Sal 43[42],2.

59

S.Th. II-II, q. 35, a. 1 ad 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
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