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No quiero detenerme a comentaros las maravillas de la caridad sobrenatural y del cariño humano verdadero, que con tanta delicadeza estáis viviendo desde el principio de la Obra: no son pocas las almas que han descubierto el Evangelio en este calor cristiano de nuestro hogar, donde nadie puede sentirse solo, donde nadie puede padecer la amargura de la indiferencia.

Pero no he de dejar de haceros presente con insistencia que esa caridad de Cristo, que nos urge –caritas enim Christi urget nos32–, nos pide un amor grande, sin limitaciones, con obras de servicio33 a todos los hombres: de cualquier nación, lengua, religión o raza –sin hacer distinción, dentro del orden de la caridad, de miras personales, temporales o de partido, ya que nuestros fines son exclusivamente sobrenaturales–, porque por todos ha muerto Jesucristo, para que todos puedan llegar a ser hijos de Dios y hermanos nuestros.

Así haremos ver que la Santa Iglesia –trabajando nosotros y enseñando a los demás a trabajar fraternalmente, lealmente, codo con codo con todos los hombres– es una realidad viva, que vive especialmente por sus santos, que nunca faltan en alguna parte de este Cuerpo Místico.

Amor sincero a todos los hombres –manifestación necesaria del amor que tenemos a Dios34–, y amor también al mundo en el que habitamos, a todas las cosas nobles de la tierra, que son también objeto del amor de Dios35. Olvidad, pues, vuestra pequeñez y vuestra miseria, hijas e hijos míos, y poned los ojos y el corazón en este caudaloso río de aguas vivas, que es la Obra, que trata de contribuir eficazmente a que la humanidad se llene de caridad, de alegría y de paz.

Notas
32

2 Co 5,14.

33

Cfr. 1 Jn 3,18.

34

Cfr. 1 Jn 4,20.

35

Cfr. Jn 3,16.

Referencias a la Sagrada Escritura
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