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Nuestra vida, por tanto, es un compromiso divino –que yo deseo concretar en un simple contrato civil de trabajo: algún día os lo explicaré–, que nos ayuda a vivir, no los votos de los religiosos, sino las virtudes cristianas, quedando libres del pecado y hechos siervos de Dios, y así daremos el fruto de la santificación y, por fin, lograremos la vida eterna40.

El cristiano, que se sabe libre, pierde gustoso la libertad por amor a Jesucristo, para ser servidor de sus hermanos los hombres. Nosotros estamos convencidos de que nuestro compromiso de amor con Dios y de servicio a su Iglesia no es como una prenda de ropa, que se pone y se quita: porque abarca toda nuestra vida, y nuestra voluntad –con la gracia del Señor– es que la abarque siempre. No debemos aparecer entre los hombres como bichos exóticos, como un elefante blanco u otra criatura rara, repugnante o maravillosa, que se lleva dentro de un jaulón, despertando en quienes la miran sentimientos de curiosidad, de admiración o de amargura.

Somos iguales a nuestros conciudadanos; por eso, hemos de vivir siempre en la calle, salir a la calle o, al menos, asomarnos a la ventana. Tenemos el deber de diluirnos, de disolvernos en la muchedumbre como sal de Cristo en el condimento de la sociedad. Así, sin distinción de ninguna clase –porque nuestro espíritu peculiar no lo permite–, idénticos también en los afanes nobles del mundo a nuestros parientes, a nuestros amigos, a nuestros colegas, haremos ver a las gentes que no pueden vivir solo de lo transeúnte, porque de este modo no serán felices: les haremos levantar el corazón y la mente al cielo, y sentirán el gozo de saber que la criatura humana no es una bestia.

Luz y fuego encendido debemos ser –aquel fuego que siempre arderá en el altar41– para llevar, según las circunstancias, los hombres a Dios, respondiendo a la llamada de Jesucristo: venite ad me omnes42, venid todos a mí; o para llevar Dios a los hombres, cuando se escucha al Señor que dice: ecce sto ad ostium et pulso43, mira que estoy a tu puerta y llamo.

Pero no ha de olvidar el cristiano verdaderamente celoso que debe conservarse en el medio de estas dos actitudes, con serenidad y con equilibrio, porque si el Señor dice: ecce venio cito et merces mea mecum est44, he aquí que vengo luego, trayendo conmigo el premio, para recompensar a cada uno según sus obras; también dice por San Mateo que las almas tienen que hacerle fuerza45.

Nos basta recordar un maravilloso pasaje, después de la Resurrección: el Señor se une en el camino a aquellos discípulos que están tristes y titubeantes en la fe y, cuando les ha abierto el sentido de las Escrituras, llegados a Emaús, hace como que se va. Cleofás y su compañero, con un modo de decir que tiene un no sé qué lleno de ternura divina y humana, le ruegan: mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies46; quédate con nosotros, porque sin ti se nos hace de noche.

Notas

“simple contrato”, ver glosario (N. del E.).

40

Rm 6,22.

41

Cfr. Lv 6,12.

42

Mt 11,28.

43

Ap 3,20.

44

Ap 22,12.

45

Cfr. Mt 11,12.

46

Lc 24,29.

Referencias a la Sagrada Escritura
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