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La filiación divina

Siendo la filiación divina –como antes os recordaba– el fundamento seguro de nuestra vida espiritual, procurad meditar con frecuencia estas palabras de San Pablo: los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios, porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía solamente por temor, como esclavos, sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!, porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con él a fin de que seamos con él glorificados36.

Son palabras que resumen cómo ha de ser nuestro trato con Dios Padre, en unión con su Hijo y con el Espíritu Santificador, de cara a la herencia divina que nos espera, si sabemos ser fieles a la tarea apostólica que en esta tierra –por nuestra vocación– nos compete.

Postula a me, et dabo tibi gentes haereditatem tuam, et possessionem tuam terminos terrae37; pídeme y te daré todas las naciones en heredad, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra. Tenemos, por eso, el derecho y el deber de llevar la doctrina de Jesucristo a todos los órdenes de la vida humana, metiendo el espíritu del Señor en todas partes, divinizando todas las tareas del mundo.

Tenemos derecho y deber de acercar a Dios todo lo que es criatura de Dios, obra de su Creación, sin violentar nunca las exigencias del orden natural: porque –dice San Pablo– todas las cosas son vuestras, bien sea Pablo, bien Apolo, bien Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro; todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios38.

Notas
36

Rm 8,14-17.

37

Sal 2,8.

38

1 Co 3, 22-23.

Referencias a la Sagrada Escritura
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