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Nuestro espíritu es así, viejo como el Evangelio –os he escrito siempre– y, como el Evangelio, nuevo; la naturaleza misma de nuestra vocación, nuestro modo de buscar la santidad y de trabajar por el Reino de Dios, nos hace hablar de las cosas divinas en el mismo lenguaje de los hombres, tener las mismas costumbres saludables que ellos tengan, compartir su misma recta mentalidad; ver a Dios –diría– desde el mismo ángulo, secular y laical, desde el que ellos se plantean, o pueden plantearse, los problemas trascendentales de su vida: no ser nunca un modelo glacial, que se pueda admirar, pero no amar.

Venimos, pues, a recoger con juventud el tesoro del Evangelio, para hacerlo llegar a todos los rincones de la tierra. Pero no venimos a revolucionar nada. Bebemos el buen vino añejo de la auténtica doctrina católica, respetando y amando todo lo que el Señor ha promovido a lo largo de tantos siglos, en servicio de su Iglesia Santa.

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