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Quiere el Señor que, solos, con el apostolado personal de cada uno, o unidos a otras gentes –quizá alejadas de Dios, o aun no católicas, ni cristianas–, planeéis y llevéis a cabo en el mundo toda clase de serenas y hermosas iniciativas, tan variadas como la faz de la tierra y como el sentir y el querer de los hombres que la habitan, que contribuyan al bien espiritual y material de la sociedad y puedan convertirse para todos en ocasión de encuentro con Cristo, en ocasión de santidad.

En cualquier caso, el gran medio de que disponéis para realizar una y otra forma de apostolado –cada uno por su cuenta, o unido con otros ciudadanos–, es vuestro trabajo profesional. Por eso os he repetido tantas veces que la vocación profesional de cada uno de nosotros es parte importante de la vocación divina; por eso también, el apostolado que la Obra realiza en el mundo será siempre actual, moderno, necesario: porque mientras haya hombres sobre la tierra, habrá hombres y mujeres que trabajen, que tengan una determinada profesión u oficio –intelectual o manual–, que estarán llamados a santificar, y a servirse de su labor para santificarse y para llevar a los demás a tratar con sencillez a Dios.

Vuestro trabajo, vuestro apostolado –que habrá de ser necesariamente muy proselitista, como el de los primeros cristianos– atraerá a personas con ganas de trabajar, con temple, con nervio, con espíritu recio, constantes más que brillantes, audaces, sinceras, con amor a la libertad y –por eso– capaces de vivir nuestra entrega; capaces de ser, en su vida, en su trabajo, Opus Dei. Y esto, aunque jamás hubiese pasado por su mente –muchas veces porque viven en la gentilidad– la posibilidad de ser felices en amistad con Dios, y de llevar una vida de dedicación y de servicio.

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