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Cualquiera podrá ser de la Obra, si Dios lo llama; su vocación no ha de comportar ningún cambio de estado y, por tanto, ninguna mudanza exterior. Cada uno permanecerá en el lugar que ocupa en el mundo, con su trabajo, con su mentalidad, con sus deberes de estado, con sus compromisos profesionales, con sus obligaciones para la colectividad, y con sus relaciones sociales: porque todas esas relaciones son medios, para su labor apostólica de cristiano.

La Obra de Dios le dará su peculiar espíritu sobrenatural –su ascética específica– y la formación doctrinal adecuada, con el fin de que pueda santificarse y realizar su Opus Dei precisamente en y a través de esas mismas realidades humanas.

Pero, dentro de esa necesaria unidad de espíritu y de formación, cada miembro de la Obra actúa en el mundo –en sus actividades temporales, de carácter profesional, cultural, político, social, etc.– con plena libertad y, por tanto, con responsabilidad personal: una responsabilidad completa y exclusiva, que cada uno asume, como consecuencia lógica de la libertad absoluta de opinión y de acción, dentro de los límites de la fe y de la moral de Jesucristo.

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