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Entendedme: vuestra humildad no ha de ser la misma que la de los religiosos, que están llamados por el Señor a huir del mundo, a vivir el contemptus saeculi, el desprecio de las realidades temporales, aunque esas realidades terrenas consideradas en sí mismas no supongan ofensa de Dios. Vuestra humildad, hijas e hijos de mi alma, ha de ser la humildad de los cristianos, que deben amar el mundo, tener aprecio a todas las cosas temporales que Dios ha dado al hombre para que le sirva; vuestra humildad debe ser la de almas llamadas a ser del mundo, pero sin ser mundanas, sin tolerar que las cosas temporales −instrumentos de trabajo, para el servicio de Dios− se apeguen al corazón e impidan el progreso espiritual, que tiende a la perfección de la caridad.

El poder, el mando, la autoridad −junto con los honores que deben necesariamente acompañar y sostener esas funciones sociales− no son cosas malas en sí, y mucho menos lo son para los seglares que deben santificarse en medio de ellas. Son cosas buenas, positivas, ordenadas por su misma naturaleza al bien del hombre y a la gloria de Dios. No son un mal necesario, ni un mal menor: ni, en paridad de condiciones, se puede decir que es más perfecto abstenerse de ellas que utilizarlas.

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