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Comienzo de la Obra: sólo por obediencia a una clara voluntad divina

Tal es mi horror a todo lo que suponga ambición humana, aunque irreprochable, que si Dios en su misericordia se ha querido servir de mí, que soy un pecador, para la fundación de la Obra, ha sido a pesar mío. Sabéis qué aversión he tenido siempre a ese empeño de algunos −cuando no está basado en razones muy sobrenaturales, que la Iglesia juzga− por hacer nuevas fundaciones. Me parecía −y me sigue pareciendo− que sobraban fundaciones y fundadores: veía el peligro de una especie de psicosis de fundación, que llevaba a crear cosas innecesarias por motivos que consideraba ridículos. Pensaba, quizá con falta de caridad, que en alguna ocasión el motivo era lo de menos: lo esencial era crear algo nuevo y llamarse fundador.

Así se multiplicaban las obras, con nombres y finalidades que aparentemente nacían −atomizando las tareas apostólicas y mudando frecuentemente sus fines− de ese querer ser cabeza de ratón: y me divertía no poco −he de confesarlo, y pido perdón a Dios, si con eso le ofendí− diciendo para mis adentros, al considerar las finalidades concretas, diminutas, que daban origen a vestimentas chocantes y a familias religiosas iguales a otras muchas que ya existían, puesto que se diferenciaban solamente en el color del hábito, o en el cordón o en la correa ceñida a la cintura: Fundación del Padre Fulano, de hijas de Santa Emerenciana de Tal, para las nietas de viuda bizca, que tengan el pelo rubio. No os extrañe si os cuento que conozco instituciones hechas para corregir jóvenes pervertidas −es un ejemplo entre muchos−, que a los pocos años dejan la labor fundacional, no porque no haya más mujeres desviadas que antes, sino por un motivo de comodidad, para dedicarse a tener escuelas de pago o labores por el estilo.

Después, muchas veces −aunque no soy amigo de comedias− he tenido la tentación, el deseo, de ponerme de rodillas, para pediros perdón, hijos míos, porque con esa repugnancia a las fundaciones, a pesar de tener abundantes motivos de certeza para fundar la Obra, me resistí cuanto pude: sírvame de excusa, ante Dios Nuestro Señor, el hecho real de que desde el 2 de octubre de 1928, en medio de esa lucha mía interna, he trabajado por cumplir la Santa Voluntad de Dios, comenzando la labor apostólica de la Obra. Han pasado tres años, y veo ahora que quizá quiso el Señor que padeciera entonces y que todavía siga experimentando esa completa repugnancia, para que tenga siempre una prueba externa más de que todo es suyo y nada mío.

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