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Sin embargo, hay quienes no nos entienden, y algunos incluso con recta intención: creen que la Iglesia perderá prestigio, si nuestras futuras obras, nuestras labores, nuestras tareas no llevan el apelativo de católicas. Esta opinión se cae sola, no tiene fuerza ninguna, porque todo el mundo verá que serán ciudadanos católicos los que harán la labor; y que, por lo tanto, en honor de la Iglesia redundará su tarea. Otros piensan que así estaremos menos sujetos a la autoridad eclesiástica: estaremos sujetos como los que más. Siempre queremos vivir y procuramos vivir dentro de las disposiciones, a las que han de sujetarse los cristianos.

Desearía que estas personas, que casi en los comienzos de nuestro trabajo no nos entienden, abrieran la Sagrada Escritura, en el Génesis, capítulo XXXII, y vieran las disposiciones que tomó Jacob, cuando temió que su hermano Esaú destruyera su familia y sus riquezas. Cuenta la Escritura que hizo dos grupos con las gentes de su pueblo, y sus rebaños, para que uno fuera de una parte y otro de otra; y pensó razonablemente: si viene Esaú contra un grupo, el otro se salvará.

Aunque no sea éste el motivo por el cual el Señor ha suscitado la Obra −el motivo es recordar a todos los hombres su deber de santidad, a través de su trabajo ordinario en el mundo, en su profesión, y en su estado−, aun cuando no sea éste el motivo, nadie me podrá negar que las circunstancias de hoy, como todas las de los siglos pasados −y no podemos esperar más de los tiempos venideros−, hacen que juzguemos muy prudente la decisión que tomó Jacob.

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