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Trabajar sin ambición personal terrena. Humildad más honda

Servir a todos los hombres: tenemos, como campo de nuestro apostolado, a todas las criaturas, de todas las razas y de todas las condiciones sociales. Por eso, para llegar a todos, nos dirigimos primero −en cada ambiente− a los intelectuales, sabiendo que a través de ellos pasa necesariamente cualquier intento de penetración en la sociedad. Porque son los intelectuales los que tienen la visión de conjunto, los que animan todo movimiento que tenga consistencia, los que dan forma y organización al desarrollo cultural, técnico y artístico de la sociedad humana.

Hijas e hijos míos: os he insistido en la necesidad de desprendernos de toda ambición terrena y de llenarnos de la preocupación −que es una continua ocupación− de servir. Estamos convencidos de que nada vale, nada tiene consistencia, nada merece la pena, al lado de esa misión sublime de servir a Cristo Señor Nuestro. Pero, precisamente porque hemos aprendido a despreciar el aplauso de los hombres y toda búsqueda vanidosa de espectáculo, nuestro afán por conservar el tesoro de la humildad debe ser aún más atento y delicado.

Porque estamos expuestos a un peligro muy sutil, a una insidia casi imperceptible del enemigo, que cuanto más eficaces nos ve, tanto más redobla sus esfuerzos para engañarnos. Ese peligro sutil −corriente, por lo demás, en las almas dedicadas a trabajar por Dios− es, hijos míos, una especie de soberbia oculta, que nace de saberse instrumentos de cosas maravillosas, divinas; una callada complacencia en uno mismo, al ver los milagros que se obran por su apostolado: porque vemos inteligencias ciegas que recobran la vista; voluntades paralizadas que vuelven a moverse; corazones de piedra que se hacen de carne, capaces de caridad sobrenatural y de cariño humano; conciencias cubiertas de lepra, de manchas del pecado, que quedan limpias; almas muertas del todo, podridas −iam foetet, quatriduanus est enim121−, que recobran la vida sobrenatural.

Notas
121

Jn 11,39; «iam foetet, quatriduanus est enim»: «ya huele muy mal, porque lleva cuatro días» (T. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
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