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Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación.

La vocación nos lleva −sin darnos cuenta− a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada.

Se hacen realidad aquellas palabras del Apocalipsis: he aquí que estoy a la puerta de tu corazón y llamo: si alguno escuchare mi voz y me abriere la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo12. Esta llamada de Dios es algo preciosísimo. Se me viene a la boca la parábola que, en el capítulo trece de su Evangelio, nos relata San Mateo: el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, que si lo halla un hombre, lo encubre de nuevo, y va gozoso del hallazgo, vende todo cuanto tiene, y compra aquel campo. El reino de los cielos es también semejante a un mercader, que trata en perlas finas. Y viniéndole a las manos una de gran valor, va, y vende todo cuanto tiene, y la compra13. Es pues nuestra llamada, cuando la hemos sabido recibir con amor, cuando la hemos sabido estimar como cosa divina, una piedra preciosa de valor infinito.

Materias
Notas
12

Ap 3, 20.

13

Mt 13,44-45.

Referencias a la Sagrada Escritura
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