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Querría también que esas personas, con incapacidad para comprendernos, echaran una mirada alrededor −no en un país, sino en todos o en casi todos los países que son o han sido cristianos−, y que se fijaran en tantas empresas privadas, comerciales, industriales, hoteleras, etc., que llevan nombre de santo.

Respeto la experiencia contraria, pero realmente sufro al contemplar que en no pocas ocasiones el apelativo del santo, o de católico o de cristiano, puede servir como un pabellón para encubrir la mercancía averiada. No me importa poner por escrito lo que digo tantas veces de palabra: que, cuando leo −porque las hay, ¡las hay!− en una tienda de comestibles, tienda, o casa, o comercio de San… −de un santo− pienso enseguida con poco temor de equivocarme, que allí tienen el quilo de novecientos gramos.

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