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Otra advertencia, hijos, aunque quizás es superflua, porque, si tenéis mi espíritu, difícilmente querréis actuar así en la vida pública. La advertencia es ésta: que no seáis católicos oficiales, católicos que hacen de la religión un trampolín, no para saltar hacia Dios, sino para subir hasta los puestos −las ventajas materiales: honores, riquezas, poder− que ambicionan. De ellos decía con buen humor una persona seria, quizá exagerando, que ponen los ojos en el cielo, y las manos donde caigan.

Esos católicos, que hacen de llamarse católicos una profesión −una profesión, en la que ellos tienen el derecho de admitir a algunos y de rechazar a otros−, quieren negar el principio de la responsabilidad personal, sobre la que se basa toda la moral cristiana: porque el que no puede hacer uso de su legítima libertad, no tiene derecho a la remuneración por sus acciones buenas, ni puede recibir el castigo por sus acciones malas o sus omisiones.

Niegan el principio de la responsabilidad personal, os decía, y pretenden que todos los católicos de un país formen un bloque compacto, renuncien a todas sus libres opiniones temporales, para apoyar masivamente un solo partido, un solo grupo político, del que ellos −los católicos oficiales− son los amos, y que por tanto también es oficialmente católico.

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