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Todo lo que es o parece nuevo, tanto si se refiere a la doctrina como al modo de comunicarla a los hombres y a la manera de llevarla a la práctica, debe abrir un camino nuevo −al menos en apariencia−, aunque lo que enseñe o lo que haga corresponda por completo al recto saber cristiano y a la tradición.

Conviene por eso que os diga una vez más que la Obra no viene a innovar nada, ni mucho menos a reformar nada de la Iglesia: acepta con fidelidad cuanto la Iglesia señala como cierto, en la fe y en la moral de Jesucristo. No queremos librarnos de las trabas −santas− de la disciplina común de los cristianos. Queremos, por el contrario, ser con la gracia del Señor −que Él me perdone esta aparente falta de humildad− los mejores hijos de la Iglesia y del Papa.

Para conseguir este intento es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos −está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo− que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse.

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