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No quiero decir que todos los partidos oficialmente católicos hayan de basarse en este engaño: los hay que cumplen de veras una función de servicio, de defensa de los intereses de la Iglesia, dando forma unitaria y fuerza a los ciudadanos católicos. Pero me parece casi imposible −las experiencias son muy claras− que un partido oficialmente católico, aunque nazca sirviendo a la Iglesia, no acabe sirviéndose de la Iglesia.

Porque tarde o temprano la situación excepcional, que ha hecho necesaria una especial unidad entre los católicos en la vida pública, tiende a normalizarse, y tiende por tanto a desaparecer la necesidad del partido único y obligatorio de los católicos.

Y entonces suele pasar una cosa muy humana, pero muy desagradable: que los católicos oficiales que mandan en ese partido no están dispuestos a perder su situación de privilegio, e intentan mantenerla a toda costa. Para esto, no es difícil que lleguen a hacer un chantaje moral: o siguen ellos en el poder, con el apoyo de la Jerarquía, o todo se viene abajo, porque tendrán el camino abierto los enemigos de la Iglesia.

Tienen razón: con su política exclusivista, tiránica, han conseguido atrofiar y poner fuera de juego todos los demás organismos y grupos compuestos por católicos, y sólo ellos están en condiciones de actuar con una cierta fuerza. Viene así el momento, en el que la Iglesia se siente comprometida, atada con doble cuerda al destino del partido católico oficial.

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